Abrir/cerrar menú
La Unión Europea tras el Brexit (artículo completo)
Artículo 05 de Mayo de 2020
La Unión Europea tras el Brexit (artículo completo)

La Unión Europea tras el Brexit (artículo completo)

El funcionamiento del sistema institucional de la Unión Europea tras la salida del Reino Unido

El 1 de febrero de 2020 el Reino Unido abandonó la UE, lo que ha supuesto la súbita ruptura de 47 años de relación inestable pero fructífera para las dos partes. Es cierto que hasta el próximo 1 de enero de 2021 esta quiebra no se hará plenamente efectiva y no es descartable que ese plazo puede prorrogarse por uno o dos años (prórroga que debe adoptarse antes del próximo 1 de julio), sobre todo si se tiene en cuenta la crisis sanitaria mundial que estamos viviendo.

Se inicia ahora un doble proceso no menos complejo: la negociación de la nueva relación entre la Unión Europea y el Reino Unido, y el comienzo de un nuevo periodo en que ambas partes actuarán de forma autónoma y separada. Lejos de lo que algunos “brexiters” ingenuos puedan pensar, ninguno de ambos procesos va a ser fácil, sencillamente porque no lo es acabar con casi medio siglo de integración económica y política, y menos aún olvidar muchos siglos de relaciones políticas, sociales, comerciales, laborales y culturales, así como de lazos de afectividad existentes entre sus ciudadanos. No es posible un borrón y cuenta nueva, y por ello va a obligar a todos a ser prudentes, comprensivos e imaginativos para encontrar soluciones que procuren el menor destrozo mutuo posible.

El Brexit se ha producido en un contexto político, económico e institucional particularmente complejo. En primer lugar, por la circunstancia excepcional sobrevenida, la crisis europea y mundial derivada de la pandemia del Covid19. No eran previsibles las dimensiones de esta crisis, pero es indudable que va a exigir centrarse en lo que debe ser el objetivo prioritario, la recuperación económica y social.

Pero a ello deben añadirse otros factores endógenos. La Unión intentaba, una vez más, salir del “bucle” en el que lleva instalada desde la gran ampliación de 2004 y el fracaso del proyecto constitucional de 2005. Aquella gran ampliación a los países de la Europa del este respondió a una finalidad estratégica plausible, reforzar los nuevos estados democráticos surgidos tras la caída de los regímenes comunistas que durante casi medio siglo habían permanecido bajo la hegemonía soviética. Se trató de una prioridad política de alcance histórico. Pero se produjo en un momento en que los 15 socios comunitarios no habían logrado llevar a cabo el reajuste de un sistema institucional diseñado para 6, y que debía aplicarse a una organización que iba a cuadriplicar su número. Los intentos de Ámsterdam (1997) y Niza (2001), aunque permitieron reformas valiosas, fracasaron en su objetivo primordial.

El proyecto de Constitución Europea de 2004 pretendió ser un revulsivo que permitiera dar un salto ilusionante en la integración europea y que hiciera olvidar que esa Unión carecía ya de esa homogeneidad. Además, podría también reforzar un europeísmo que se iba perdiendo en los propios países originarios. El rechazo en los referendos celebrados en dos de estos países, Países Bajos y Francia, dio al traste con él, dando lugar a un periodo de parálisis hasta que el Tratado de Lisboa (2007) permitió “salvar los muebles”, con una salida pragmática y eficaz que incorporó la mayor parte de las reformas del tratado constitucional.

Sin embargo, tras la entrada en vigor de este tratado, irrumpió la crisis financiera iniciada en 2008. Esta crisis volvió a poner en cuestión el proyecto comunitario, y obligó a aparcar cualquier otro objetivo que no fuera abordar la que probablemente ha sido la mayor amenaza para la pervivencia de la integración europea. Y de nuevo, como un bucle interminable, cuando la recuperación empezaba a tener éxito, en junio de 2016 el referéndum del Brexit impactaba sobre cualquier intento de perseguir nuevos objetivos.

Durante los casi 4 años de zozobra negociadora, el Brexit ha sido el tema monocorde de la agenda europea. Una vez consumado, parecía que llegaba un momento de mayor tranquilidad que iba a permitir afrontar viejos proyectos pendientes. Arrancaban un Parlamento y una Comisión que podían continuar el debate iniciado por la Comisión Juncker, que, con motivo del 60º aniversario de los Tratados de Roma, publicó cinco documentos de reflexión y un libro blanco con cinco escenarios posibles de evolución de la Unión. Según se indicaba al comienzo de este último documento, se debía abrir un debate que permitiera “contar con un plan, una visión y un camino a seguir que podamos presentar a los ciudadanos cuando se celebren las elecciones al Parlamento Europeo en junio de 2019”. Es patente que ese objetivo tampoco se pudo lograr. Por eso, tras ser propuesta por el Consejo Europeo como presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen, presentó a modo de programa un documento denominado “Una Unión que se esfuerza por lograr más resultados. Mi agenda para Europa. Orientaciones políticas para la próxima Comisión Europea 2019-2024”. Una vez nombrada y constituida, la nueva Comisión aprobó el “Programa de trabajo de la Comisión para 2020. Una Unión que se esfuerza por lograr más resultados.”, recogiendo los aspectos sustanciales de aquel documento.

Una de las propuestas más llamativas de la Agenda Van der Leyen era la de constituir una “Conferencia sobre el Futuro de Europa, que deberá presentar sus propuestas legislativas o de otro tipo sobre este tema a más tardar en el verano de 2020”; en el programa de la Comisión se ha concretado indicando que “la Conferencia sobre el Futuro de Europa aunará en sus debates a ciudadanos, instituciones de la UE y políticos nacionales, regionales y locales. La Comisión ha presentado sus ideas sobre la Conferencia en enero, con la idea de que su alcance, su formato y sus objetivos sean objeto de un acuerdo rápido con el Parlamento Europeo y el Consejo”. No hay que ser un visionario para presagiar que los efectos de la pandemia van a hacer saltar por los aires estas previsiones y que de nuevo estos buenos deseos van a tener que ceder ante lo urgente e indiscutiblemente prioritario: la recuperación económica y social de la crisis que vivimos estos días.

Hay además otro asunto prioritario en la agenda comunitaria que va a complicar acometer cualquier reforma: el acuerdo sobre el Marco Financiero Plurianual para el periodo 2021-2027, que debe cuantificar los recursos económicos de la Unión para abordar cualquier proyecto futuro. Es un acuerdo que además exige unanimidad en el Consejo y que ya ha empezado a mostrar las dificultades para su aprobación (como muestra la declaración del nuevo presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, para resumir el fracaso del Consejo Europeo extraordinario celebrado el 20 de febrero de 2020: “Hemos trabajado mucho para tratar de conciliar las distintas preocupaciones, intereses y opiniones de todas las partes. Pero necesitamos más tiempo”). Este asunto marca el momento de “pasar de las musas al teatro”, y la grandilocuencia de los discursos debe ceder el paso a las decisiones que reflejen el auténtico europeísmo de sus protagonistas. Ese debate no se va a producir en el mejor momento, bajo los efectos de la terrible pandemia mundial. En suma, no hay que ser muy pesimista para advertir que volvemos al bucle y a tener que dedicar todos los esfuerzos a apagar el nuevo fuego detectado.

El impacto de estos factores en el juego institucional comunitario debe comenzar por la Comisión Europea, que tuvo una gestación turbulenta con el fracaso del compromiso político de los Spitzenkandidaten, al negarse determinados líderes políticos a tener que nombrar como presidente de la Comisión al candidato designado de forma previa por el partido político europeo que resultara más votado en las elecciones al Parlamento Europeo. Dicho compromiso sobre estos Spitzenkandidaten era un mero acuerdo político, sin fuerza vinculante, pero al que se comprometió con particular énfasis el anterior Parlamento Europeo. El rechazo a nombrar al candidato del Partido Popular Europeo, la formación más votada en las elecciones de mayo de 2019, y ciertas maniobras para buscar un candidato alternativo llevaron a que el dilema fuera resuelto por el pilar intergubernamental de la Unión. Quizás como recordatorio de quienes siguen siendo los “señores de los tratados” nombraron a una democristiana alemana, Úrsula Von der Leyen,  ministra del gobierno de Ángela Merkel, permitiendo así que sea la primera mujer que presida la institución guardiana de los tratados. 

No lo tiene fácil la nueva Comisión Europea. Pero puede seguir el ejemplo de lo que, en mi opinión, ha sido modélica forma de actuación en un momento delicado en el que parecía que se iban a desatar todas las hostilidades entre los socios europeos: el del Grupo Negociador del Brexit dirigido por Michel Barnier. Su labor de negociación con flexibilidad y a la vez firmeza, con transparencia y estableciendo un cauce fluido de información con los gobiernos nacionales, con la Comisión y el Parlamento Europeo, pero también con los parlamentos nacionales (hasta en tres ocasiones ha comparecido ante la Comisión Mixta para la UE de las Cortes Generales, para dar cuenta del estado de las negociaciones), ha permitido que la Unión haya mantenido una posición comunitaria homogénea y sin fisuras frente a las posturas cambiantes de la parte británica. Ese ejemplo puede ser imitado por la nueva Comisión.

La pérdida de uno de los Estados grandes se ha traducido en modificaciones en la composición del Parlamento Europeo, aprovechando el momento para restablecer la proporcionalidad con la población nacional. Desde el 1 de febrero alguno Estados miembros han visto incrementado el número de diputados en el Parlamento Europeo: cinco para España y Francia; tres Italia y Países Bajos; dos Irlanda; y uno Polonia, Rumanía, Suecia, Austria, Dinamarca, Eslovaquia, Finlandia, Croacia y Estonia.

Por lo demás, las elecciones celebradas en mayo de 2019 han configurado una distribución del poder político bastante alejado de los malos augurios presagiados por algunos. Las fuerzas políticas que hasta ahora han gobernado el sistema institucional comunitario desde sus orígenes - una suerte de coalición de hecho entre democristianos, socialistas y liberales - siguen teniendo el 60% de los escaños de la Cámara (26,6% los populares, 21% los socialistas y 13,8% los liberales), lo que no permite apreciar una sensación de alarma. Por otra parte, las formaciones populistas y las más radicales no llegan al 20% (10,8% Identidad y Democracia, 9,5% los Verdes, 8,8% el grupo conservador y 5,7% la Izquierda Unitaria Europea)

Este panorama relativamente apacible no debe hacernos perder de vista que el Parlamento Europeo - colegislador junto al Consejo desde el Tratado de Lisboa - no se rige por reglas de actuación tan predecibles como las del Consejo. La experiencia demuestra que el Parlamento Europeo, como en ocasiones se advierte en círculos intergubernamentales, “tiene vida propia” y no está dispuesto a ser considerado como convidado de piedra ante decisiones del Consejo, por mucho que éstas se hayan conseguido después de largas y laboriosas negociaciones y respondan a delicados equilibrios. Además, el factor nacional tiene en muchos asuntos una relevancia aun mayor que el ideológico (como puede suceder en el ya citado debate del marco financiero). A lo que cabe añadir que conseguir mayorías negativas u obstruccionistas es mucho más fácil que generar mayorías favorables, y permiten la coincidencia de grupos radicalmente distintos. Ello quiere decir que aun cuando no parece haber mayorías contrarias a las posiciones europeístas, las disensiones entre quienes defienden éstas pueden ser utilizadas por esos grupos minoritarios para impedir o retrasar acuerdos. Y está por ver el rescoldo que pueda quedar del fracaso de los Spitzenkandaten entre los grupos mayoritarios. No cabe por tanto descartar sobresaltos.     

En el caso del Consejo de la Unión - institución que aunque ha perdido la hegemonía exclusiva de los orígenes comunitarios, sigue teniendo la posición más decisiva - las repercusiones del Brexit van a ser probablemente mayores. Esto es así no sólo por las variaciones en el cómputo de  las mayorías referidas al porcentaje de población para adoptar acuerdos por mayoría cualificada o para obtener una minoría de bloqueo, sino sobre todo por el reajuste que se va a producir en las relaciones de poder e influencia de cada Estado. A primera vista podría pensarse que Alemania ha visto reforzada su posición negociadora por la eliminación de uno de los grandes, pero la cuestión es bastante más compleja.

En lo que se refiere al cómputo de mayorías, cabe recordar que la mayoría cualificada - exigida para la mayoría de normas y actos comunitarios - exige el voto favorable de al menos 15 Estados siempre que además éstos representen un 65% de la población de la Unión; y la minoría de bloqueo - que impide la adopción de un acto – exige que la planteen 4 Estados que representen un 35% de la población (art. 238.3 TFUE). Es esta minoría de bloqueo la que, en la compleja negociación comunitaria, ha ido adquiriendo mayor relevancia estratégica, pues coloca a quienes pueden facilitarla en una posición de influencia destacada. Pues bien, en este punto la posición alemana no es mucho mejor que la de Francia, Italia o España, pues cualquiera de estos puede con otros dos de ellos y un cuarto estado más pequeño conseguir una minoría de bloqueo. Permite que Francia, con Italia y España (que juntos representan un 39,1% de población), y junto a Portugal o Grecia puedan articular una posición fuerte en la negociación de intereses mediterráneos. En este sentido es de destacar la importancia de la posición negociadora española, equiparada a estos efectos a la de los otros tres grandes Estados. Sin duda debe ser una baza a jugar por el gobierno español.

Por otra parte, Alemania ha perdido la cómoda posición que hasta ahora tenía en asuntos relativos al incremento de gastos comunitarios. El protagonismo británico frente a cualquier intento en ese sentido, liderando un grupo de gobiernos denominados “frugales”- Países Bajos, Dinamarca, Austria y Suecia - por ser contrarios a cualquier aumento de los recursos económicos de la Unión, le ha permitido mantenerse en un segundo plano. Todos los comentaristas auguran que ahora deberá tener una posición más activa y visible, lo que pueda dar lugar a enfrentamientos con Francia. Debe subrayarse, por otra parte, que Alemania ni siquiera con los frugales tendría una minoría de bloqueo.

A lo anterior cabe añadir un fenómeno nuevo consistente en la irrupción pública de agrupaciones de gobiernos con intereses homogéneos. Es cierto que siempre ha habido una cercanía en las posiciones entre determinados gobiernos, basadas en una afinidad de intereses: los países del Benelux, los del sur, los escandinavos o los bálticos. Pero se trataba de algo reservado y raramente formalizado. Lo novedoso es que ahora parece haber una voluntad de hacerlo visible e incluso de institucionalizarlo. Con anterioridad a los frugales, cuatro gobiernos de la Europa del este, antiguas democracias populares bajo el dominio soviético - Polonia, República Checa, Eslovaquia y Hungría - crearon el Grupo de Visegrado, que se reúne periódicamente - lo hacen incluso las comisiones de sus parlamentos nacionales - y aprueban textos que remiten a sus colegas. Se caracterizan por una posición nacionalista, defensora de los intereses nacionales y contraria a la ampliación de las atribuciones de la Unión, y a la vez, de aumento del presupuesto comunitario para reforzar las políticas de cohesión territorial. Aunque tiene escaso peso en las votaciones de las instituciones (14,2% de la población), es obvio que muestran una mayor fuerza de la que tendrían de actuar en solitario.

Frente a los frugales, el comienzo del debate sobre las perspectivas financieras ha alumbrado una nueva agrupación de esta naturaleza, “Los amigos de la Cohesión”, defensores también del reforzamiento de la política de cohesión. La integran nada menos que 17 gobiernos, todos los que se han unido a la Unión a partir de la gran ampliación de 2004, más Grecia, Portugal y España. Todos ellos comparten el ser destinatarios de los fondos estructurales y no tener gran peso político, con una excepción, España, cuyo peso político es análogo al de los grandes y va a pasar a ser contribuyente neto. Sin contar nuestro país, este grupo supone un 27,8% de la población, pero con España pasan a representar un 38,6%, pudiendo en consecuencia constituir una minoría de bloqueo. Esa puede ser una de las claves de la presencia española, la importancia estratégica que puede ocupar esa presencia y las contrapartidas en términos de influencia que puede conseguir.

La situación tiene su complejidad porque hay otras coaliciones que entrecruzan sus miembros e intereses. Así sucede con la recientemente creada “Nueva Liga Hanseática”, que como su predecesora medieval defiende posiciones de libre mercado y se muestra contraria a medidas intervencionistas o de avance en la integración política. La integran diez países: Países Bajos, Irlanda, los escandinavos y bálticos, República Checa y Eslovaquia. Tan solo representan un 11,3% de la población y ni siquiera con el grupo de Visegrado llegarían a la minoría de bloqueo (se quedaría en el 21,9%). En este grupo también parece trascendental la salida del Reino Unido, con quien podrían configurar una minoría de bloqueo que ahora necesita a uno de los grandes.

Como se puede apreciar, los grandes - salvo el caso español y para una materia muy específica - han permanecido al margen de ese juego, para tener mayor libertad de movimiento. Ellos van a tener las principales armas negociadoras, buscando el apoyo de alguno de esos grupos o simplemente uniéndose para frenar cualquier iniciativa contraria a sus intereses. Esta situación no va a resultar sencilla, puesto que la actividad comunitaria no consiste en bloquear (que debe ser un arma negociadora que solo cabe usar en casos extremos) sino de buscar acuerdos y legislar. También aquí habrá que desarrollar las mejores prácticas de negociación y transacción.

Hay otros factores que también podían entrar en nuestro análisis (como la situación de los ochocientos funcionarios británicos de la Comisión Europea que van a continuar, pero alejados de todo puesto de responsabilidad o influencia) pero debemos concluir.

El panorama descrito muestra que el sistema decisorio comunitario no va a ser fácil de manejar. En realidad, resulta endiablado, más pensado para frenar que para avanzar. La Comisión tiene la posibilidad de forzar la unanimidad en el Consejo, si éste disiente de su posición (art. 293.1 TFUE). En el Consejo hemos mostrado las posibilidades de las minorías de bloqueo. El Parlamento, finalmente, responde a reglas propias y no está dispuesto a ser un convidado de piedra. En ese horizonte, que por otra parte tampoco es completamente nuevo, hace falta que los protagonistas asuman que van a tener que consumir grandes esfuerzos de paciencia, perseverancia, flexibilidad, empatía con las posiciones ajenas y búsqueda de fórmulas imaginativas que ayuden a salir de bloqueos. Para ello la práctica de los trílogos - reuniones de representantes de las tres instituciones tras la primera lectura del procedimiento legislativo - pueden ser particularmente útiles, aunque sea a costa de la transparencia. Únicamente será exigible después que los acuerdos puedan estar sujetos al ineludible escrutinio público.        

Se va el único Estado cuya única lengua oficial es y seguirá siendo la utilizada de manera generalizada en la Unión. El país caracterizado por su pragmatismo pero también por los reiterados obstáculos que ha planteado a la integración europea (desde el “cheque británico” hasta el rechazo de Schengen o del euro). País con una visión de Europa basada estrictamente en intereses nacionales, como con frío cinismo le explicaba el Subsecretario Humphrey a su Ministro en la genial serie televisiva británica de los 80, a lo que añadía que “hemos entrado en la CEE para fastidiar a los franceses y separarlos de los alemanes”(J. Lynn y A. Jay, Sí Ministro, 1988, p.333). Pero el error en que incurría Humphrey consistía en olvidar que la integración europea está basada en favorecer los intereses nacionales de todos sus miembros, lo que obliga en ocasiones a ceder y favorecer las posiciones de otros, no por un altruismo idealista sino porque ello redundará en los intereses propios. Dicho de otro modo, el interés comunitario no es algo ajeno y contrario al interés nacional, sino que ambos se encuentran en una relación interdependiente. Que Alemania vaya bien a la larga beneficiará también al Reino Unido, y a la inversa. Sucede que en momentos de crisis se nubla la visión de la realidad, lo que en ocasiones lleva a olvidar que nos tenemos que salvar juntos. Los más de sesenta años de integración europea debían habernos enseñado esta lección que debemos recordar en los tiempos turbulentos que se avecinan.

¿Te ha resultado útil?

Opciones
newsletter

Ideas en tu buzón

Suscríbete a la newsletter de Ideas4Democracy para no perderte la actualidad democrática global.

Subscribete