
La suspensión de elecciones: un supuesto más que excepcional (artículo completo)
El domingo 5 de abril, debían haberse celebrado elecciones autonómicas en el País Vasco y en Galicia.
Así lo disponían sendos decretos dictados por los presidentes de ambas comunidades autónomas el 10 de febrero, y publicados al día siguiente en los boletines oficiales respectivos[1]. Pocas semanas después, el 18 de marzo, los mismos boletines publicaban otros decretos de ambos presidentes por los que “se deja[ba] sin efecto la celebración” de dichas elecciones[2]. Casi al mismo tiempo, en Francia otro decreto del Consejo de Ministros de 17 de marzo aplazaba la segunda vuelta de las elecciones municipales, cuya primera votación había tenido lugar (conforme al decreto de convocatoria, de 4 de septiembre de 2019) el 15 de marzo.
Esta circunstancia ha suscitado el interés de la opinión pública sobre una situación inédita en nuestra historia constitucional reciente, y de la que apenas hay referencias en sistemas próximos, como es la suspensión (o aplazamiento) de un proceso electoral en marcha: ¿es posible? ¿Por qué normas se rige? ¿Cómo puede hacerse?
Seguramente no haga mucha falta insistir en que las elecciones constituyen el momento, o como muchas veces se ha dicho, la liturgia central de todo el proceso democrático. Se ha dicho con acierto que la tarea esencial del derecho público consiste en transformar “la metafísica en técnica” (García de Enterría). Pues bien: el principio filosófico-político de la democracia (poder del pueblo) se garantiza técnicamente mediante el derecho fundamental de todo ciudadano a la participación política en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes. Un derecho que aparece en todas las declaraciones de derechos relevantes, desde la francesa de 1789 (art. 6) hasta las internacionales (DUDH, PIDCP, CEDH, CIDH, CDFUE), pasando, por supuesto, por las constitucionales (art. 23 de la Constitución española, en adelante CE). E implica que todos los Estados democráticos, cualquiera que sea su configuración constitucional concreta, basan su legitimidad política en el proceso electoral. Sin elecciones no hay democracia… aunque quepan Estados no democráticos que –precisamente para esconder tal condición- puedan organizar simulacros de elecciones.
Las democracias modernas se basan en un circuito democrático representativo que se articula en dos momentos básicos. En el primero, los ciudadanos eligen a sus representantes para configurar un órgano representativo (momento electoral). En el segundo, este órgano actúa en nombre de aquellos (momento parlamentario). Y actúa fundamentalmente de dos formas: por una parte, adopta decisiones (en particular, leyes) que afectan y obligan a todos; por otra, controla al Gobierno, cumpliéndose así el “contrato social” en cuya virtud el poder de los gobernantes emana de los gobernados, y ha de ser controlado por éstos para evitar abusos.
Por esto, el procedimiento electoral es el procedimiento políticamente central de las sociedades libres: es el que permite a las sociedades auto determinarse políticamente, reflejando –a través de los cambios en la composición del órgano representativo- los cambios experimentados por cada comunidad política en cada momento histórico. De ahí su trascendencia: si las elecciones no se consideran legítimas, las leyes y las demás decisiones parlamentarias tampoco podrán serlo, y todo el sistema político corre el riesgo de derrumbarse por falta de cimientos sólidos.
Estas circunstancias explican la minuciosa regulación de todo el procedimiento electoral, tanto en España como en otros países. Desde la convocatoria de elecciones hasta la publicación definitiva de los resultados, con la consiguiente proclamación de electos y la previsión de eventuales recursos, casi todo lo que puede ocurrir en el proceso electoral está previsto en la Constitución, en la ley electoral (en el caso español, la Ley Orgánica 5/1985 de Régimen Electoral General, en adelante LOREG), o en normas secundarias. Y, sin embargo, ninguna norma prevé la posibilidad de su suspensión.
¿Es eso un vacío legal? Sin duda ¿Una imprevisión? No tanto. Simplemente, porque las elecciones no se suspenden. O, tal vez sea mejor decirlo de otra manera: porque la suspensión de las elecciones no es algo que se pueda plantear dentro del proceso electoral, ya que lo trasciende.
Originariamente, la vida de los parlamentos dependía de la voluntad de los monarcas. Estos convocaban a los representantes de los brazos o estamentos (nobleza, clero y comunes, fundamentalmente ciudades) para requerir su apoyo y sus recursos, concediéndoles a cambio fueros, libertades o privilegios, disolviéndolos cuando lo estimaban oportuno. Poco a poco, los reyes consolidaron su poder (y sus recursos) y dejaron de necesitar tales apoyos; de este modo las Cortes de Castilla, como los Estados Generales en Francia, dejaron de convocarse a lo largo del siglo XVII y, con ellas, la elección de representantes de cada brazo.
Como es lógico, tal dependencia de la voluntad regia era incompatible con las ideas triunfantes tras las revoluciones burguesas. Si la soberanía pertenecía a la nación, la actuación (previa elección) de sus representantes no podía depender de la voluntad del ejecutivo, que debía ser controlado por aquellos. En consecuencia, tanto las Constituciones como las leyes limitan el margen de maniobra de los ejecutivos para determinar el momento de convocar elecciones y renovar las cámaras, a través de diversas técnicas:
- En primer lugar, fijando períodos máximos de duración del mandato parlamentario (normalmente, de tres a cinco años), cuya finalización obliga a convocar elecciones en plazos precisos para ello (de treinta a sesenta días: 68.6 CE; en setenta días: 61 Constitución italiana [CI]).
- Además, algunos países fijan en sus Constituciones o leyes electorales la fecha concreta en que deben renovarse periódicamente las cámaras (Estados Unidos, Suecia, Uruguay); otros incluyen reglas adicionales que condicionan el margen del acción del ejecutivo (repetición “automática” de elecciones cuando no se logra construir una mayoría parlamentaria, en España o Israel; prohibición de disoluciones anticipadas en ciertos momentos; exigencia de mayorías parlamentarias cualificadas, en Gran Bretaña desde la Fixed-Term Parliaments Act de 2011).
- Dentro de esos márgenes, el ejecutivo puede decidir con mayor o menor libertad la fecha precisa de las elecciones (anticipadas) para renovar las cámaras parlamentarias (Italia, España, Francia, Gran Bretaña hasta 2011).
Ahora bien: el proceso electoral no puede provocar un “vacío de poder” parlamentario, porque ello supondría que los gobernantes pudiesen actuar sin la supervisión de los representantes de los ciudadanos. A tal fin, los poderes de una cámara pueden prorrogarse durante el periodo electoral y hasta que se reúna su sucesora (61 C. italiana); o bien, como en España, se prevé una figura (la “Diputación Permanente”: art. 78) encargada de velar por los poderes de la cámara desde su disolución para convocar elecciones hasta la constitución de la siguiente.
Dentro de este cuadro general, el ordenamiento español (seguido también en este punto por los autonómicos) trata de evitar el “vacío de poder” antes mencionado vinculando en la propia Constitución tres actos que aparecen así como indisolublemente ligados: disolución-elección-constitución de las nuevas cámaras.
a) Primero, enc uanto a su formalización jurídica:
- “Corresponde al Rey (…) Convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones en los términos previstos en la Constitución” (artículo 62.b).
- “El Presidente del Gobierno… bajo su exclusiva responsabilidad, podrá proponer la disolución” de una o ambas cámaras, “que será decretada por el Rey. El decreto de disolución fijará la fecha de las elecciones” (art. 115).
b) Segundo, en cuanto al tiempo:
- el Congreso y el Senado son elegidos por cuatro años (arts. 68.4 y 69.6).
- “las elecciones tendrán lugar entre los treinta… y sesenta días desde la terminación del mandato. El Congreso electo deberá ser convocado dentro de los veinticinco días siguientes a la celebración de las elecciones” (68.6; véase, en términos muy similares, el 61 de la Constitución italiana).
Esos márgenes temporales previstos por la Constitución se concretan aún más en las normas de desarrollo: de una parte, la LOREG dispone que “los decretos de convocatoria [de elecciones] señalan la fecha de las elecciones que habrán de celebrarse el día quincuagésimo cuarto posterior a la convocatoria” (art. 42, aplicable también a las elecciones autonómicas); mientras que los reglamentos parlamentarios prescriben que una vez celebradas las elecciones, las cámaras se reunirán “en sesión constitutiva el día y hora señalados en el real decreto de convocatoria” (art. 1.1 Reglamento del Congreso; en términos similares, el 2.1 del Reglamento del Senado).
En definitiva, ni la Constitución española ni las normas electorales autonómicas permiten una “suspensión” o “aplazamiento” de las elecciones una vez convocadas. Sí es posible (cuando esté declarado alguno de los estados excepcionales del artículo 116 CE) prorrogar el mandato del Congreso, retrasando su disolución y, por tanto, la consiguiente convocatoria de elecciones. Pero, una vez iniciado el proceso electoral, las normas electorales –ya estén en la Constitución, ya en la ley- no prevén que pueda interrumpirse.
Dicho todo eso, la Constitución prevé expresamente supuestos en que el orden constitucional ordinario queda alterado. En los términos de la Ley Orgánica 4/1981, a la que se remite el artículo citado 116, los estados de alarma, excepción o sitio son la respuesta del sistema político ante “circunstancias extraordinarias” que “hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes” (art. 1). Se trata de una respuesta, pues, que trasciende al proceso electoral; pero que puede implicar la limitación o suspensión de diversos derechos constitucionales en múltiples ámbitos, incluyendo el electoral. De ahí la necesidad de “una interpretación sistemática, finalista, integradora y con dimensión constitucional del marco normativo derivado de la declaración del estado de alarma”, pues “el silencio de la ley no excluye la necesidad de una regla de conducta para casos no previstos en ella, atendiendo a los principios generales contenidos en la propia legislación electoral”[3].
Como resaltan los decretos, la situación de crisis sanitaria creada por la expansión epidémica –o pandémica- del virus COVID19, y la consiguiente declaración del estado de alarma por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, implicaron (en los términos utilizados por el Decreto 45/2020, de la presidencia de la Xunta de Galicia) la adopción de medidas “necesarias para la protección de la salud pública” pero que conllevan ”serias restricciones de la movilidad y del ejercicio de actividades” y “resultan… incompatibles con el normal desarrollo de un proceso electoral y, por tanto, del libre y normal ejercicio del derecho de sufragio”.
De este modo, la crisis sanitaria y la consiguiente declaración del estado de alarma han servido como presupuesto de hecho justificador de la suspensión del proceso electoral. Ahora bien, a falta de regulación expresa ¿cómo se articula formalmente esta suspensión? Y, en particular ¿cómo se manifiestan los equilibrios institucionales básicos?
Desde el punto de vista formal, y ciñéndonos a los supuestos españoles, parece lógico que el tipo normativo utilizado para “dejar sin efecto la celebración de las elecciones” haya sido el mismo anteriormente empleado para su convocatoria: los mencionados decretos de los presidentes de las comunidades autónomas vasca y gallega (o del Consejo de Ministros, en Francia). Unos decretos que, además, expresan la elemental competencia de ambas comunidades autónomas para la “organización de sus instituciones de autogobierno”[4], superponiéndose así al acto del Gobierno de la nación –el decreto de declaración del estado de alarma- que, eso sí, sirve de “presupuesto de hecho habilitante”.
Adicionalmente, otros equilibrios entre poderes institucionales se ponen de manifiesto en las lógicas cautelas ante la posibilidad de una eventual actuación unilateral del ejecutivo. Algo aparentemente inconcebible en un régimen democrático, pero que nunca cabe excluir absolutamente (como revela la evolución “iliberal” de ciertos sistemas políticos), como se ha apuntado, en los modelos parlamentarios españoles (central y autonómico) esta suspensión o aplazamiento electoral implica prorrogar la situación de “falta de Parlamento”, sólo parcialmente sustituido por las respectivas diputaciones permanentes.
De ahí que los decretos presidenciales autonómicos se dicten “previa deliberación” de los respectivos consejos de Gobierno; y tras oír, de una parte, a “los partidos con representación parlamentaria” (País Vasco) o a “los grupos políticos más representativos de Galicia”; así como a las respectivas juntas electorales autonómicas. Y, de otra, que ambos prescriban, en términos casi idénticos, que “la convocatoria de elecciones… se activará una vez levantada la declaración de emergencia sanitaria. Se realizará de forma inmediata, oídos los partidos políticos”, y por otro decreto presidencial.
En definitiva, la suspensión del proceso electoral aparece inmediatamente vinculada en el tiempo a la situación excepcional (cuyo fin determinará la reactivación de aquel), mientras se garantiza la participación de los principales actores políticos en las decisiones futuras. Primero, como es obvio, en la fijación de una nueva fecha para las elecciones; y después, en el alcance concreto de dicha “reactivación”: ¿habrán de tenerse por válidos los actos ya realizados (presentación de candidaturas, sorteo de miembros de las mesas)? O, ¿habrá de reiniciarse todo el proceso (comenzando, naturalmente, con las variaciones experimentadas por el censo electoral durante el período de suspensión o aplazamiento)?
[1] Decretos 45/2020, de la Presidencia de la Xunta de Galicia; y 7/2020, del Lehendakari (disponibles en http://www.euskadi.eus/bopv2/datos/2020/02/2000692a.pdf y https://www.xunta.gal/dog/Publicados/2020/20200211/AnuncioC3B0-100220-1_es.html).
[2] Decretos 12/2020, de la Presidencia de la Xunta de Galicia; y 2/2020, del Lehendakari (https://www.euskadi.eus/y22-bopv/es/bopv2/datos/2020/03/2001627a.pdf y https://www.xunta.gal/dog/Publicados/excepcional/2020/20200318/2259/Indice54-Bis_es.pdf).
[3] Las citas proceden de las exposiciones de motivos de los decretos autonómicos gallego y vasco antes citados.
[4] Arts. 148.1.1ª CE, 10.2 del Estatuto de Autonomía del País Vasco y 27.1 del Estatuto de Autonomía de Galicia.
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